¿Qué ocurre con tu vida cuando dejas Internet durante un año?
Paul Miller decidió, a sus 26 años, clausurar su intensa vida
digital para envolverse en un arduo experimento; al final de está etapa
el ex-célibe nos comparte sus lecciones y vivencias.
Una parte de mí estaría encantada con la
posibilidad de presentarme como el protagonista de está crónica, pero
no es el caso. En lo personal considero que Internet ha revolucionado la
realidad humana, desde procesos cognitivos que se llevan a cabo a nivel
neuronal, hasta múltiples hábitos sociales, patrones económicos y
vértices de la conciencia. Sin embargo, también he presenciado el lado
oscuro de esta apasionante herramienta: compulsividad, reemplazo digital
de encuentros físicos, atracción desbordada por ‘vivir’ frente a una
pantalla, etc.
De acuerdo a lo anterior, solo quiero
aclarar que el desear que las siguientes vivencias fuesen mías se debe a
que me intriga imaginar el efecto que ‘desconectarme’ de la Red, por un
periodo largo, podría tener en mí –pero también porque si este caso
fuese una anécdota personal, ello querría decir que mi castidad
internetera ya habría terminado.
Paul Miller tenía 26 años, residía en
Nueva York y, como es de suponerse, llevaba una intensa vida digital.
Tras haber circulado por distintos oficios, entre ellos diseñador web y
escritor para medios de tecnología, contempló la posibilidad de tomarse
un descanso de la vida que llevaba, empezando por desconectarse por
completo de Internet. Para su sorpresa, y por si su motivación
místico-existencial no fuese suficiente, recibió una oferta del popular
tecnodiario The Verge –con
el cual ya trabajaba como articulista–, para compartir actualizaciones
desde su celibato digital, lo cual le evitaría tener que idear cómo
ganarse la vida durante su año ‘sabático’.
A principios de 2012
yo tenía 26 años y ya estaba exhausto. Necesitaba un descanso de la
vida moderna –esa rueda de hámster alrededor de las bandejas de entrada
de tu correo electrónico y el constante flujo de información desde la
WWW, que parecían consumir mi cordura. Quería escapar.
Pensé que tal vez
Internet era un estado contranatural para los humanos, o al menos para
mí […]. Dejé de reconocerme a mí mismo más allá de un contexto de ubicua
conexión e infinita información. Me preguntaba qué más había en la
vida. Quizá la ‘vida real’ estaba esperando para mí al otro lado del
navegador.
Tras la oferta de The Verge, Miller decidió agregar un enfoque antropológico a su misión:
Como redactor de
asuntos de tecnología me dedicaría a descubrir lo que Internet había
provocado en mí a lo largo de los años. A entender la Red, estudiándola a
distancia. No solo me convertiría en una mejor persona, sino que
ayudaría a todos a hacerlo. Una vez que hubiésemos entendido las maneras
en las que Internet nos ha corrompido, entonces finalmente podríamos
contraatacar.
El comienzo de la aventura auto-impuesta
fue radiante. Paul bajó de peso, escribió en pocas semanas medio libro,
leía mucho, jugaba frisbee, andaba en bicicleta y la gente
constantemente le remarcaba su buena apariencia. Su concentración mejoró
de forma notable, con mucho mayor frecuencia lograba ‘vivir el momento’
y estaba mucho más atento a las necesidades de la gente a su alrededor,
por ejemplo, su hermana. En síntesis, durante los primeros meses del
ejercicio, todo indicaba que la hipótesis inicial era correcta, que
abandonar la vida digital conllevaba algo así como la purificación del
ser.
Con el tiempo las delicias de la castidad web comenzaron a diluirse.
Para finales de 2012
había aprendido a secuenciar la toma de malas decisiones sin estar
en-línea. Abandoné mis hábitos positivos, y descubrí nuevos vicios
off-line. En lugar de canalizar el aburrimiento y la falta de estímulos
hacia el aprendizaje y la creatividad, me volqué al consumo pasivo y el
retraimiento social.
Al parecer la clave a los problemas
cotidianos (y existenciales) que enfrentamos actualmente no reside en
nuestro potencial abuso de las tecnologías digitales, tampoco en las
largas horas que dedicamos a redes sociales, foros, chats, o alguna de
sus variables. De acuerdo con la experiencia de Paul, los malos hábitos
que detectamos en nosotros no son en lo absoluto exclusivos de nuestra
vida en línea. En el momento en que dejar Internet no fue más una
novedad, entonces su palacio off-line se derrumbó.
Tal vez el problema radica en lo
rutinario, compulsivo y automatizado que puede ser nuestro esquema de
vida –sin importar que hayan o no tuits de por medio. De algún modo me
remite al caso del adicto que al dejar de consumir su sustancia habitual
cree que automáticamente todos sus problemas se resolverán, cuando en
realidad el problema fundamental no es en sí su adicción
(independientemente de que juegue un rol determinante), sino aquellos
actos que la producen y los que son producidos por ella.
Si bien, como mencioné al principio, han
surgido una serie de efectos negativos alrededor de la revolución
digital –como suele suceder con prácticamente cualquier otro exceso–, lo
cierto es que a fin de cuentas y desde un particular punto de vista,
las tecnologías digitales son tan humanas o artificiales como cualquier
otra cosa. En este sentido me parece genial un comentario que el teórico
web Nathan Jurgenson le compartió a Paul: “Existe mucha realidad en lo
virtual, y mucha virtualidad en la realidad”. Y es que en realidad no
podemos disociarnos de nuestra esencia humana a pesar de estar inmersos
en comunidades virtuales o recurrir constantemente a dispositivos
móviles. Y a la vez, por más que vayamos a recluirnos a un bosque (lo
cual les aconsejo ampliamente), en realidad nuestra percepción y la
forma de procesar nuestro entorno está también permeado por nuestros
hábitos digitales –a fin de cuentas Internet ha cambiado nuestra forma
de entender las cosas.
En lo personal, a pesar de que este
valiente joven neoyorquino concluyó que no se requiere abandonar la vida
digital para sacudir tu conciencia y cimbrar tu vida en pro de la
evolución, debo confesar que esta extravagante posibilidad no deja de
intrigarme –quizá responda a una pincelada de romanticismo sepultado
bajo millones de estimulantes bits. Pero también la historia de Paul me
recordó la premisa que apunta a que somos capaces de andar nuestros
respectivos caminos evolutivos respetando nuestro propio contexto: para
practicar, por ejemplo, Zen, no es requisito raparte e irte a vivir a un
monasterio en las montañas niponas. De hecho, tal vez el mayor reto
frente al Zen para un joven occidental, digitalizado, expuesto a
eufóricos flujos de data y miríadas de estímulos, radica precisamente en
adaptar, y ejercer, esa filosofía de vida a su realidad cotidiana.
En fin, les recomiendo que lean las múltiples crónicas emitidas por Paul Miller desde su exilio de Internet –o
que al menos reflexionen en ellas, ejercicio que posiblemente inducirá
un auto-análisis de tu vida cotidiana y tus prácticas digitales. Supongo
que al final lo que importa es ser capaz de observarte, de entender lo
que estás haciendo, y de tener un sueño en la mira, sin importar lo que a
este le depare. Recordemos que en el camino mismo está la recompensa (o
algo así).
Twitter del autor: @paradoxeparadis
TOMADO DE http://pijamasurf.com
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